sábado, octubre 25, 2014

Cuento de Mario Capaso



Según algunos indicios, a la postre bastante empalagosos aunque no del todo improbables, la pausa acontecida en el desarrollo de la pesadilla del paciente postrado sin grupo, que ya venía mal barajada desde hacía un buen rato, se produce de sopetón, sin darle el changuí de poder avisarle al médico de guardia, y durante su vigencia la interrupción distorsiona y pone sobre el tapete algo de lo que ya venía insinuando entre un desfallecer y el sentirse revivir.
De esta manera, el intervalo lleva agua para su molino, instala una calma bastante chicha en su mollera y, ya que está, a falta de una misión mejor, sirve para imponer morosidad en el accionar de los protagonistas del sueño que soñaba el hombre de los varios achaques aquejándolo.
Enfrentado por las buenas a este cuadro de situación, el enfermo perfecciona su modus operandi, se cuida muy bien de no pisar el palito y abandona el estado de serenidad aparente por el que nadie del entorno daba dos pesos sin esperar el vuelto. A renglón seguido, todavía medio grogui, duda entre calentarse o tomarse el asunto en solfa. Al final, no sabe si para bien o para mal, deja pasar una ocasión para no irse de mambo y en cambio se sube a cococho de la ira, pone el grito en el cielo raso, patalea con ganas, y así, con el disgusto impregnado como mar de fondo en los labios, reclama una atención mucho más próspera, casi vital, un fangote de cariño para él solo, sí, para él, figurita repetida con el cuerpo recostado sobre el flanco más resistente a los dolores, esos guachos que no le dan respiro y se turnan para fumárselo en pipa al amparo de una penumbra sin mayores pretensiones que, sin embargo, mientras los otros enfermos se dedican en exclusiva a sus angustias, aparenta irradiar distintos fulgores de una vaga tibieza que parece provenir de un pasado lejano, de cuando el estado de su salud se demostraba inmejorable y quizás por eso mismo le importaba un pito a la vela y sin darse cuenta le hacía el caldo gordo a los virus.
Al concretarse la pausa, a punto de declararse forfai, cuando ya no quiere más Lola y se halla a centímetros de mostrar la hilacha, el hombre admite no andar de liga y enseguida se siente de veras contrariado por la interrupción de los acontecimientos, que a esta altura de la suaré pintan para un verdadero tole tole onírico.
Entabladas las tan variables vicisitudes del entresueño, sometido a los dimes y diretes de la libertad asomándose cada tanto al libertinaje, el hombre no muerde el anzuelo. Sin rasgarse las vestiduras se abstiene de cambiar de posición y juzga a la pausa como un desafío a vencer, un reto planteado ya de movida como la concreción de una mezcla algo extraña, que involucra un cacho de ciencia universal y un pedacito de incipiente misticismo urbano, y, cuando con un dejo de nostalgia considera que el plazo de pocos minutos ha vencido sin pena ni gloria, a pesar de andar de capa caída y con ganas de plantar bandera al primer incidente, lejos de expirar como si se tratase del desenlace de un post operatorio fallido, sin recurrir a un gualicho se propone aguantar a lo guapo el chubasco y con una pizca de furia se dice que al mal tiempo buena cara, y qué carajo.
Decidido a jugar una carta brava, se retoba como gato panza arriba y en una pantomima difícil de empardar muestra sus uñas de guitarrero.
Capaz de bajarle el copete a cualquier habitué del lugar, se solivianta con entusiasmo.
Ya con el ánimo en vilo, sintiéndose convidado a una lucha desigual y por momentos bastante soporífera, se le prende la lamparita, vuelve a cobrar fuerzas y bríos y pujanzas varias y entonces el hombre, que durante el intervalo se había propuesto recuperar energías al por mayor, al ver cumplido sin grandes obstáculos ni pequeños tropiezos su deseo más inmediato, a pesar de sacudirse en dos o tres ocasiones con un esmero digno de mejor causa, no encuentra dónde diablos sujetarse con éxito y ahí nomás vuela por los aires algo enrarecidos de la pesadilla. Lo hace con suerte diversa, sin un control capaz de ponerlo en vereda, desparramando en consecuencia una interesante variedad de cajas de remedios, pomadas y lociones de usos múltiples, jeringas y frascos, algodones, vendas y termómetros, amén de otros utensilios aptos para las curaciones que suelen practicarse en ese ámbito también con suerte diversa, según podría afirmar a ojo de buen cubero y a calzón quitado, dispuesto a no meter la pata hasta el cuadril, con la frente alta y la mirada humedecida, sin necesidad de utilizar los servicios de un barbijo o prenda similar.
Qué cuadro, compañero, murmura a regañadientes.
Empecinado en coronar su esfuerzo con un triunfo contra la enfermedad que lo aqueja a grosso modo, recuerda con la lengua afuera y la mente algo lerda que la fe, sumada a la fiebre, es bien capaz de mover las montañas de la locura, y tras cartón recuerda también que de la derrota se sale ileso sólo si sos brujo. Entonces, adjudicándose la condición de último orejón del tarro, jugado hasta la manija a la perspectiva de volver algún día a revolotear por ahí, percibiéndose dentro de los límites de la ficción de su sueño, con su osamenta por fortuna bastante alejada del alcance de los médicos, las enfermeras y los desinfectantes, el hombre al principio de la aventura soñada es cóndor de alas desplegadas y, después de un sacudón que le ajusta las clavijas, lejos de ponerse a llorar como una Magdalena en crisis, se convierte en un papelucho en el viento, para colmo de males escrito de ambos lados, con letra esmirriada y bastante chapada a la antigua, faltas de ortografía por doquier y sin un contenido que justifique su existencia, o que la redima al menos en parte.
Sin embargo, o a lo sumo con un embargo parcial que no viene al caso ponerse a detallar con precisión quirúrgica, durante el proceso de elaboración de cualquiera de los roles que le toca asumir durante las acciones siguientes, el hombre anhela alborotar el avispero, no se amilana ni por un instante y procura anotarse unos porotos para después cancherear a gusto.
Sin dar el brazo a torcer, se mantiene en sus trece y así consigue no despertarse y continuar el viaje al interior de sí mismo, una travesía sin estupefacientes ni moralinas que, dentro de la mala racha acosándolo desde tiempos inmemoriales, ha llegado a su vida con el fin de entretenerlo, y eso es para agradecer como la compañía de un perrito faldero y no para vilipendiar como si se tratase de un asno empacado y mucho menos para sacar a relucir lágrimas de cocodrilo, supone en varias etapas superpuestas, haciendo morisquetas de tono subido, dando lugar a varios crujidos de la cama que, al parecer, pasan desapercibidos para los que comparten con él la desgracia y sus vicisitudes.
Imposibilitado de levantar campamento a las disparadas o de bañarse en agua bendita o de ponerse a conversar lo más pancho con el dueño del circo, a pesar de sentirse lo suficientemente baqueteado como para pensar en ponerse a tocar el bombo, dentro de la malaria reinante, según alcanza a decirse entre una imagen y su sucesora, el hombre, que no pretende el oro y el moro, no por casualidad se siente bastante cómodo, casi en estado de displicencia, en verdad amo y señor de un espacio en el mundo de la medicina y sus suburbios, un terreno con leyes propias en el que advierte varias camas similares a la suya, todas alineadas en un ambiente de displacer al que ya considera una especie de invernadero personal, que por momentos se desordena y se convierte en un pastiche de figuras recortándose y moviéndose a la marchanta, así, con las dificultades inherentes a cada enfermedad, que no están de balde, pues siempre aparecen cuando menos se las espera y ahí nomás se esmeran en buscarle la quinta pata al gato o el sexto pelo al huevo.
Pero él no está dispuesto a quedar pagando o a comérsela doblada sin más trámite. Nada de morder el polvo o achicar el pánico. Él quiere la chancha y los veinte, sin chanchullos en el chiquero.
Y entonces allí dentro, sin pasarse de revoluciones, en un lugarcito de ese espacio de libertad condicional librado a la buena de Dios, al que cabe considerar quizás un paso previo al ingreso definitivo al ataúd, advirtiendo la influencia de un chiflete con motivaciones malignas, sin mosquearse por las facilidades brindadas de manera artera por el sueño, el hombre descarta cualquier atisbo de dignidad y como buen cristiano presiente que ya le queda poco hilo en el carretel.
No pierde el tiempo buscando a la enfermera más bella o a la mejor dotada para discutir teorías referidas al pensamiento sanitario o pavadas semejantes, sino que al primer síntoma de fiebre con tendencia alcista, se agarra como puede a los pechos de la primera mujer que, en su imaginación delirante, acierta a pasar bamboleándose a buen ritmo, con las caderas demasiado cerca suyo, así, escotada y haciéndose la desprevenida, con ganas de dejarse intervenir interiormente por la intensidad amorosa del hombre, a la sazón no muy consciente de las funciones de sus orificios y sus salientes.
Además, por añadidura, él no quiere causar la impresión de ser un papanatas hecho y derecho y con su actitud más bien consigue parecerse a un animal insaciable que, a pesar de estar conectado mediante cables de distinto espesor a diversos aparatos, en su vuelo onírico no deja títere con cabeza, como se suele decir a título de humorada durante algunas funciones no aptas para chiquilines.
Algunos pacientes depositados como resacas en los camastros vecinos, tal vez por seguir los preceptos de alguna estrategia escondida en los pijamas, duermen como troncos, mientras otros pernoctan a la expectativa, atentos a que no se les pase la hora de tomar el laxante o el diurético. Entonces, en medio de una ovación hace su entrada triunfal, con el acompañamiento de la pompa correspondiente a su estatus, un bello ejército de enfermeras dispuestas a las transfusiones y las diálisis, pero no a la limpieza y posterior puesta a punto de los cuerpos sometidos a los diferentes vejámenes derivados de la mufa y la falta de salud.
Buen provecho, murmura el hombre en tren de farra, con un hilo de voz que bien pronto mete violín en bolsa y termina de deshilacharse, todo su ser atosigado por una pesadez en crecimiento, por completo incapaz de desplazarse por sus propios miedos, todos ellos arremolinados en el centro de la cabeza, que luce los pelos revueltos y cada vez más grasosos.
Ahí nomás se le presenta una disyuntiva con dilataciones.
Podría haber elegido irse como cualquier tarambana con la música a otra parte y el sueño hubiera continuado siendo un berenjenal sin su participación.
Pero no. Él no es un chanta y ningún pipiolo le va a echar el fardo así nomás.
Da rienda suelta a su deseo más apremiante y se rasca con entusiasmo la pelvis.
¿Peor el remedio que la enfermedad?
Sí, Dios, claro que sí, oh, Dios tan omnipresente a veces, casi siempre sordo de nacimiento o con tapones en los oídos, que a lo mejor por deporte le das pan y peces a los que no tienen ni nunca tendrán hambre, si logro salir de este cuchitril repleto de bacterias dándose un banquete te prometo no jorobar más a nadie, ni siquiera a los dentistas de alma, grita el hombre en un instante de éxtasis, dándole forma a una especie de oración tipo mejunje, que bien podía llegar a servirle en el supuesto caso de advertirse ante la inminente imposibilidad de salir vivo de allí adentro.
¿Y de qué se trata en concreto el allí recién mencionado, donde nadie parece estar en condiciones de cortar el bacalao?
Una para nada suntuosa sala de estar, donde la solidaridad brilla por su ausencia y donde, para colmo de males, con un solo televisor se pretende entretener a la totalidad de los alojados, seres humanos con el pescado todavía sin vender, en su mayoría oriundos de los lugares más exóticos, prestos a tomarse el olivo de un momento a otro, uno más enfermo que el de al lado aunque todos, por esas cuestiones de la vida en comunidad, emperrados en sostener discusiones bizantinas que los conducen a callejones sin salida visible al exterior, y todos con ganas de emigrar de allí a más tardar a la mañana siguiente, con una mínima posterioridad al desayuno.
En el sueño tan multiforme del hombre, en el que el resto de los habitantes de la sala no han tenido participación decisiva, tal vez porque no entienden una pepa, todo lo que ocurre o aparenta ocurrir se advierte a punto de teñirse de sexo color rojo intenso, en lo que sería una actividad de meta y ponga, con las virtudes y defectos del desenfreno achacado a la masculinidad en general.
De repente, dentro del balurdo en plena efervescencia, se produce lo no tan inesperado. El sueño, como si hubiera sido descubierto con las manos en la masa, se complica.
El hombre entiende que salir del quilombo le va a costar un huevo y la mitad del otro.
En otras palabras, el panorama se despelota por completo, se torna abiertamente subversivo.
En otras muy distintas palabras, el sueño, ya de por sí tan abigarrado y sujeto a variaciones impensadas o fuera de cualquier cálculo estimativo, lejos de convertirse en un cascajo con el agua llegándole al cuello, aumenta en intensidad, en espesura y en participantes. En efecto. Entran a tallar, sin que nadie atine a frenarlos en seco, una manga de seres en su gran mayoría reconocibles como ignotos, miembros de una secta desconocida, personajes a granel que intentan enroscarle la víbora y con ese fin cometen tropelías sin dar muestras de arrepentimiento.
En medio de la baraúnda y de la desfachatez sexual, los manotazos de ahogado y los suspiros de las vírgenes, así como los insultos dirigidos al soñador, no son moco de pavo, más bien comienzan a ser moneda corriente, una patología común de la que todos, avinagrados o dicharacheros, de una forma u otra, montando o siendo montados, tratan de sacar partido a través de un metejón diferente.
Los amantes, que entre pitos y flautas son unos cuantos, se amanceban sin recetas, felices como gatos con dos colas utilizan la totalidad del cotillón disponible con fines de desintoxicación inmediata, nada de placer en grageas. Le dan a la matraca sin miramientos. Minga de paños tibios. En algunos casos pierden la chaveta mientras juegan a dos puntas y, estimulados por el sonido de los instrumentos no del todo bien esterilizados, se fagocitan con devoción y transpiran como practicantes de una religión puesta en bolas y sin un altar para los sacrificios.
Nadie en su sano juicio se siente allí, en pleno happening, rodeado de medicamentos de dudosa actualidad, un gurrumín de cuarta o una percanta sin porvenir.
Ojo por ojo y diente por diente, esa es la ley, más allá de alguna prótesis.
Un labio partido por un castañazo desprendido entre tanto flirteo.
Alguna que otra oreja limpia de polvo y paja.
–A la marosca, esto es vida y no la vigilia de los ojos abiertos –dice medio a los tumbos uno de los tantos participantes en el entrevero.
Enseguida se corre la bolilla y la parranda se pone linda en serio.
Más que linda, encrespada hasta el caracú.
Jarana y compañía. Zafarrancho de combate a pleno.
Juramentos de fidelidad eterna bastante falopas, que duran lo que un soplo al corazón.
Crujidos por doquier, con el consiguiente enchastre.
¿La felicidad de pertenecer al jet set del centro de salud?
Las palabras esgrimidas son también un caso de escopeta, andan de garufa, florecen como ramilletes y, díscolas como son, procuran que lo soez no quite lo participativo. Cada nueva falsa promesa de mejoría, después de ser analizada en un microscopio bastante trucho, amplía los horizontes en los que la mentira reina mientras el tufillo a sexo expande sus límites y las bocazas procuran salir de su asombro y entrar en un semejante.
Si alguien ofrece resistencia se queda con la sangre en el ojo. Es convidado con un elixir y enseguida retira la oferta y se reintegra o se suma a la pelotera.
El salvajismo de los participantes y sus respectivas parejas, con los virus y las bacterias también haciéndose un picnic, parece transcurrir su etapa de gloria.
Nadie que quiera perpetuarse en el candelero se toma la cuestión para el churrete.
Se producen, eso sí, algunas bajas.
–Acá la cultura se fue de golpe y porrazo bien a la mierda. Tantos siglos de civilización y estamos como el primer día a primera hora, cuando todavía no presentíamos que el asunto nos saldría al revés del pepino –reflexiona en medio del caos el hombre, víctima y victimario.
Cada revolcón incita al siguiente, y el siguiente se concreta con remembranzas del anterior, que permanece en el recuerdo como una huevada más.
Da gusto y placer caer en la volteada, sentirse llevado en vilo por los distintos avatares de un erotismo ligero de cascos, que en su punto más deslumbrante sume al hombre en estupores y agradecimientos varios, gratitudes y reiteraciones sucediéndose en una vorágine que él ni había imaginado al acostarse, al fin de la jornada que ahora se le antoja lejana en el tiempo y en el espacio, espacio que en esos momentos de pachanga resulta ocupado por la velocidad de las cosas oliendo a sexo en alza, o más bien a sus residuos, a lo que queda de los órganos intervinientes cuando el affaire termina y hay que encontrar las palabras que sostengan y justifiquen los actos y las palabras se escabullen por los entresijos y se resisten a ser pronunciadas.
Contra lo que al parecer opina la chusma, para él no es tiempo de conjeturas, sino de acciones para destapar la olla, así, aunque sea a los ponchazos.
Y no piensa levantar la perdiz ni dejar ningún cable suelto por ahí.
–Qué tanta milonga –dice sin apelar a esos eufemismos de moda que tanto le disgustan.
–¿Acaso no sabemos los de nuestra calaña que de noche todos los gatos son pardos, o no admitimos pertenecer al mismo cambalache y al mismo tugurio? –se pregunta.
Al no captar una respuesta a cappella, descartada la posibilidad de recibir un trasplante de órganos, incompetente para proponer un trabalenguas a modo de entretenimiento oral, pone su mejor cara de estar viviendo en medio de una anécdota que algún día le contará a sus nietos, si sobrevive.
Además, antes que dedicarse al estudio de una radiografía en argot médico, hubiera querido hablar hasta por los codos y contestar él mismo esa pregunta acerca de los gatos, pero no desea empiojar el asunto y la vorágine apremia, así que bate los récords habidos y por haber, quema etapas, y hay mucho alcohol por ahí, en distintos envases, algunos abiertos y otros no, según constata de apuro mientras el esplín se le sube a la cabeza, que le da una y mil vueltas.
Así, pasándole raspando a unos camilleros de pelo en pecho que pretendían intervenir en el complot en su contra, sin salirse de entre las sábanas ni para espiar qué pasa en su entorno más inmediato, enredado en un match de morondanga, donde la almohada oficia de partenaire y no de as de espadas, el hombre, con tal de mostrarse emputecido y salvaje, lejos de quedarse en el molde, se sacude la modorra y da rienda suelta a sus instintos.
A los más bajos y precarios y demasiado postergados, eso queda fuera de cualquier discusión, muchísimo más claro que la desesperación de los aquí reunidos a cobijarse unos a otros, se dice en un intento de sordidez sin atisbo de remordimiento.
Tampoco iba a ser tan gil como para confundir gordura con hinchazón y así desperdiciar la oportunidad que la noche le propone a modo de yapa.
El hombre se adueña de cada uno de los elementos que van surgiendo en el pozo donde ha caído y al que no desea abandonar por nada del mundo. No lo haría ni siquiera ante la amenaza con pelos y señales de una intervención quirúrgica, también conocida entre los pacientes como “la operación”, así, sin otros aditamentos del tipo anestesia o similares.
Ya en medio del baile y el chichoneo, al notar que ninguno de sus visitantes nocturnos se deschava y ofrece resistencia, se despereza sin éxito pero con un gran desprecio por lo antiséptico en general, con una cólera acumulada durante tantos años que ya no sabe dónde guardarla.
Y aunque en algún momento haya pensado en hacerse la América, no la guarda más.
–Ya basta de juntar bronca y bilis por si las moscas –dice o sueña que dice con un acento medio campechano, revolcándose de aquí para allá, como si estuviera en un rancho de su propiedad.
Una de las primeras víctimas resulta ser la mujer en escabeche, a la que conoce de vista por haber participado en una manganeta de un sueño anterior que, merced a un corte de mangas, le doró la píldora una friolera de veces y le dejó instalada una cierta acidez en el estómago.
La ahora pobre mujer, al encontrarse indefensa como un antibiótico vencido con amplitud, sufre los lamidos del hombre, que enseguida se congratula de tan exquisito manjar, un prodigio de diseño y preparación, resultado de su propia inventiva, según admite con alguna dosis de jactancia al segundo o tercer bocado, al que no demora en concederle el siguiente.
En este tramo del sueño se producen distintas señales de alarma más conocidas que la ruda. Por fortuna se detienen a tiempo, no pasan a mayores y la acción continúa mostrándose en buen estado físico, en medio de acusaciones y desmentidas cruzándose sin ninguna prudencia.
Otra victoria soñada el hombre la obtiene contra la morena de los mil vestidos, a los que tiene la oportunidad de despojar uno por uno, duro y parejo, con una higiene y una sabiduría que él ignoraba poseer, mientras el deseo crece hasta una frontera nunca antes alcanzada.
–A la pipeta –exclama.
Por algún motivo que se le escapa, teme que en el sueño uno o varios charlatanes le hablen en una jerga inentendible y pretendan venderle fruta o darle manija con la enfermedad.
No obstante, tal vez como medida de profilaxis, la consagración nocturna le llega en brazos de una morocha a punto de caramelo, con los labios pintados de un saludable color rojo punzó.
–El papel higiénico de marca que este chabón necesitaba para limpiarse los sedimentos –dice alguien del elenco de personajes invitados a presenciar la escena.
El hallazgo de la morocha de marras, concretado sin intermediarios, se corporiza en las medidas anatómicas por demás elocuentes de una bataclana de renombre en los arrabales, hipocondríaca empedernida que, por obra y gracia de los avatares del sueño haciendo capote en su cabeza, se convierte en la estrella de la noche, una verdadera princesa que termina de consagrarse como tal al renovarle sin novedad el suministro de suero.
Así nomás sucede. Con alguna que otra tergiversación cero kilómetro.
En todo caso, la mujerona resulta bienvenida sin pagar derecho de piso, cuando ya parecía que los relojes se irían a rendir ante tanta alcahuetería frente a los vaivenes del tiempo.
El hombre abre los ojos y cree estar viviendo de chiripa, al filo del otoño del año verde.
La enfermera real se encarga de terminar de despertarlo y de hacerle saber que aún no sonó como arpa vieja, que su convalecencia terminó y que le llega de arriba, sin mayor burocracia, el alta médica, y con el alta el momento para nada engorroso de emprender la retirada del nosocomio.
Sí, nosocomio, dijo nosocomio la morochaza, bien criolla y bien porteña, un portento para los internados dispuestos a aprovechar la volada antes de espichar.
Y a él, como buen croto a la gurda, lo único que se le ocurre es bostezar.
A pesar de algún que otro esfuerzo aislado, no se le frunce el siete.
Un clima de resignación se instala por sobre el hedor de las chatas y los papagayos.
El hombre, sin pretender minimizar la situación, que pinta para monstruosa sin grupo, tal vez en la creencia de que ya se encuentra en la comodidad de su dormitorio de antes, estira el brazo hasta alcanzar la perilla de la luz, que al ser accionada hace estallar la realidad en mil pedazos y consigue eliminar el recuerdo de su enfermedad, que casi lo conduce a la quinta del ñato, y entonces así, entregándose a las mieles del regocijo, el buen paciente no pierde el tiempo en pruebas de laboratorio ni en otras paparruchadas por el estilo, para qué gastar pólvora en chimangos, se dice entre dos respingos, dispuesto a no pagar la consumición del tiempo transcurrido.
Poco después, parado en una esquina, resignado a su suerte maula, sintiéndose un renovado cero a la izquierda a punto de quedar tecleando, curado de espanto después de mucho tiempo, aspira el aire viciado de smog lo más hondo posible, comienza a dejar atrás su pasado de recién caído del catre y, sin irse en aprontes, encara una vereda que quién sabe a dónde lo llevará.

martes, febrero 18, 2014

escribís todavía?

Y sí de vez en cuando lo hago. Depende de mis ganas o el desánimo, del estado de mis fuerzas. 

Podríamos escribir sobre los abrazos, tan necesarios en aquellos momentos donde el vacío devasta.

Lo arrollador del abrazo que te deja sin aire. Ese gesto más que amoroso que hace que nos abandonemos casi hasta el desmayo. Esa entrega total donde la piel deja de ser frontera y las venas se funden y el latido es uno. El abrazo volcán y extenso como blancas salinas...

Que no te falte al menos una vez en la vida uno de esos, viejo.

viernes, enero 10, 2014

Pr dnd nds, trc?

.
- s cs t mprt lg n s mmnt
bn pdrs djrm n sñl -
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jueves, diciembre 19, 2013

Tocada con la varita: Que en vísperas, te hagan abuela...



.
Qué increíble la vida y sus vueltas...

Ese amor indefinido que no prosperó allá a lo lejos. El dolor insoportable. Un amor incondicional (gracias Carlos). El milagro de un nacimiento lamiendo tus heridas...

Tanta agua bajo el puente después





Esa especie de triunfo y premio para algunos y no tanto para los otros. Las circunstancias, vaivenes y demás yerbas

La muerte...





De repente lo inesperado: Un reencuentro

Y zás! Una nueva oportunidad te sorprende

Lo escrito, escrito está, vida mía...

Soy una afortunada

Definitivamente

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domingo, noviembre 03, 2013

Esperar el momento justo


.
Estar en cluquillas no significa estar vencidos. 
Algunos se agazapan para dar el gran salto en mordida certera al cuello.

Oohh wahh oohhh wahh. In us In us ♫♪

Alone for now. Do not forget.

Estar en cluquillas no significa estar vencidos. 
Algunos se agazapan para dar el gran salto en mordida certera al cuello.

 Ojo ojito ojelli...
 .

martes, octubre 08, 2013

por enésima vez



Dónde estarás y cómo
querido amigo?
Porque sabido es
que antes que todo
te consideré mi amigo

Pelu no te olvida
viejito atrebolado...

jueves, octubre 03, 2013

perro viejo, las pelotas




hace 2 años 
2 meses 
y 16 días 
que vengo sosteniéndome sobre aguas negras 
a brazo y corazón partido 
para no hundirme en la desesperación
así que si no pueden entender mínimamente ésto
y sí tener en cuenta malhumores sinrazón
como lo he dicho en alguna oportunidad
de perro viejo
tienen sólo el título
ni siquiera tendría que estar yo
dedicándoles un único pensamiento
ni malgastar una sola
de mis amorosas palabras
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