Según algunos indicios, a la postre bastante empalagosos aunque no del
todo improbables, la pausa acontecida en el desarrollo de la pesadilla del paciente
postrado sin grupo, que ya venía mal barajada desde hacía un buen rato, se
produce de sopetón, sin darle el changuí de poder avisarle al médico de guardia,
y durante su vigencia la interrupción distorsiona y pone sobre el tapete algo
de lo que ya venía insinuando entre un desfallecer y el sentirse revivir.
De esta manera, el intervalo lleva agua para su molino, instala una
calma bastante chicha en su mollera y, ya que está, a falta de una misión
mejor, sirve para imponer morosidad en el accionar de los protagonistas del
sueño que soñaba el hombre de los varios achaques aquejándolo.
Enfrentado por las buenas a este cuadro de situación, el enfermo perfecciona
su modus operandi, se cuida muy bien de no pisar el palito y abandona el estado
de serenidad aparente por el que nadie del entorno daba dos pesos sin esperar
el vuelto. A renglón seguido, todavía medio grogui, duda entre calentarse o tomarse
el asunto en solfa. Al final, no sabe si para bien o para mal, deja pasar una
ocasión para no irse de mambo y en cambio se sube a cococho de la ira, pone el
grito en el cielo raso, patalea con ganas, y así, con el disgusto impregnado como
mar de fondo en los labios, reclama una atención mucho más próspera, casi
vital, un fangote de cariño para él solo, sí, para él, figurita repetida con el
cuerpo recostado sobre el flanco más resistente a los dolores, esos guachos que
no le dan respiro y se turnan para fumárselo en pipa al amparo de una penumbra
sin mayores pretensiones que, sin embargo, mientras los otros enfermos se
dedican en exclusiva a sus angustias, aparenta irradiar distintos fulgores de una
vaga tibieza que parece provenir de un pasado lejano, de cuando el estado de su
salud se demostraba inmejorable y quizás por eso mismo le importaba un pito a
la vela y sin darse cuenta le hacía el caldo gordo a los virus.
Al concretarse la pausa, a punto de declararse forfai, cuando ya no quiere más Lola y se halla
a centímetros de mostrar la hilacha, el hombre admite no andar de liga y enseguida
se siente de veras contrariado por la interrupción de los acontecimientos, que a
esta altura de la suaré pintan para un verdadero tole tole onírico.
Entabladas las tan variables vicisitudes del entresueño, sometido a los dimes
y diretes de la libertad asomándose cada tanto al libertinaje, el hombre no muerde
el anzuelo. Sin rasgarse las vestiduras se abstiene de cambiar de posición y juzga
a la pausa como un desafío a vencer, un reto planteado ya de movida como la
concreción de una mezcla algo extraña, que involucra un cacho de ciencia universal
y un pedacito de incipiente misticismo urbano, y, cuando con un dejo de
nostalgia considera que el plazo de pocos minutos ha vencido sin pena ni gloria,
a pesar de andar de capa caída y con ganas de plantar bandera al primer
incidente, lejos de expirar como si se tratase del desenlace de un post
operatorio fallido, sin recurrir a un gualicho se propone aguantar a lo guapo el
chubasco y con una pizca de furia se dice que al mal tiempo buena cara, y qué carajo.
Decidido a jugar una carta brava, se retoba como gato panza arriba y en
una pantomima difícil de empardar muestra sus uñas de guitarrero.
Capaz de bajarle el copete a cualquier habitué del lugar, se solivianta
con entusiasmo.
Ya con el ánimo en vilo, sintiéndose convidado a una lucha desigual y
por momentos bastante soporífera, se le prende la lamparita, vuelve a cobrar
fuerzas y bríos y pujanzas varias y entonces el hombre, que durante el
intervalo se había propuesto recuperar energías al por mayor, al ver cumplido sin
grandes obstáculos ni pequeños tropiezos su deseo más inmediato, a pesar de
sacudirse en dos o tres ocasiones con un esmero digno de mejor causa, no encuentra
dónde diablos sujetarse con éxito y ahí nomás vuela por los aires algo
enrarecidos de la pesadilla. Lo hace con suerte diversa, sin un control capaz
de ponerlo en vereda, desparramando en consecuencia una interesante variedad de
cajas de remedios, pomadas y lociones de usos múltiples, jeringas y frascos, algodones,
vendas y termómetros, amén de otros utensilios aptos para las curaciones que suelen
practicarse en ese ámbito también con suerte diversa, según podría afirmar a ojo
de buen cubero y a calzón quitado, dispuesto a no meter la pata hasta el
cuadril, con la frente alta y la mirada humedecida, sin necesidad de utilizar los
servicios de un barbijo o prenda similar.
Qué cuadro, compañero, murmura a regañadientes.
Empecinado en coronar su esfuerzo con un triunfo contra la enfermedad
que lo aqueja a grosso modo, recuerda con la lengua afuera y la mente algo
lerda que la fe, sumada a la fiebre, es bien capaz de mover las montañas de la
locura, y tras cartón recuerda también que de la derrota se sale ileso sólo si
sos brujo. Entonces, adjudicándose la condición de último orejón del tarro, jugado
hasta la manija a la perspectiva de volver algún día a revolotear por ahí, percibiéndose
dentro de los límites de la ficción de su sueño, con su osamenta por fortuna bastante
alejada del alcance de los médicos, las enfermeras y los desinfectantes, el
hombre al principio de la aventura soñada es cóndor de alas desplegadas y, después
de un sacudón que le ajusta las clavijas, lejos de ponerse a llorar como una
Magdalena en crisis, se convierte en un papelucho en el viento, para colmo de
males escrito de ambos lados, con letra esmirriada y bastante chapada a la
antigua, faltas de ortografía por doquier y sin un contenido que justifique su
existencia, o que la redima al menos en parte.
Sin embargo, o a lo sumo con un embargo parcial que no viene al caso
ponerse a detallar con precisión quirúrgica, durante el proceso de elaboración de
cualquiera de los roles que le toca asumir durante las acciones siguientes, el
hombre anhela alborotar el avispero, no se amilana ni por un instante y procura
anotarse unos porotos para después cancherear a gusto.
Sin dar el brazo a torcer, se mantiene en sus trece y así consigue no
despertarse y continuar el viaje al interior de sí mismo, una travesía sin
estupefacientes ni moralinas que, dentro de la mala racha acosándolo desde
tiempos inmemoriales, ha llegado a su vida con el fin de entretenerlo, y eso es
para agradecer como la compañía de un perrito faldero y no para vilipendiar como
si se tratase de un asno empacado y mucho menos para sacar a relucir lágrimas
de cocodrilo, supone en varias etapas superpuestas, haciendo morisquetas de
tono subido, dando lugar a varios crujidos de la cama que, al parecer, pasan desapercibidos
para los que comparten con él la desgracia y sus vicisitudes.
Imposibilitado de levantar campamento a las disparadas o de bañarse en agua
bendita o de ponerse a conversar lo más pancho con el dueño del circo, a pesar
de sentirse lo suficientemente baqueteado como para pensar en ponerse a tocar
el bombo, dentro de la malaria reinante, según alcanza a decirse entre una
imagen y su sucesora, el hombre, que no pretende el oro y el moro, no por
casualidad se siente bastante cómodo, casi en estado de displicencia, en verdad
amo y señor de un espacio en el mundo de la medicina y sus suburbios, un
terreno con leyes propias en el que advierte varias camas similares a la suya, todas
alineadas en un ambiente de displacer al que ya considera una especie de invernadero
personal, que por momentos se desordena y se convierte en un pastiche de
figuras recortándose y moviéndose a la marchanta, así, con las dificultades inherentes
a cada enfermedad, que no están de balde, pues siempre aparecen cuando menos se
las espera y ahí nomás se esmeran en buscarle la quinta pata al gato o el sexto
pelo al huevo.
Pero él no está dispuesto a quedar pagando o a comérsela doblada sin más
trámite. Nada de morder el polvo o achicar el pánico. Él quiere la chancha y
los veinte, sin chanchullos en el chiquero.
Y entonces allí dentro, sin pasarse de revoluciones, en un lugarcito de ese
espacio de libertad condicional librado a la buena de Dios, al que cabe
considerar quizás un paso previo al ingreso definitivo al ataúd, advirtiendo la
influencia de un chiflete con motivaciones malignas, sin mosquearse por las
facilidades brindadas de manera artera por el sueño, el hombre descarta
cualquier atisbo de dignidad y como buen cristiano presiente que ya le queda
poco hilo en el carretel.
No pierde el tiempo buscando a la enfermera más bella o a la mejor
dotada para discutir teorías referidas al pensamiento sanitario o pavadas
semejantes, sino que al primer síntoma de fiebre con tendencia alcista, se
agarra como puede a los pechos de la primera mujer que, en su imaginación delirante,
acierta a pasar bamboleándose a buen ritmo, con las caderas demasiado cerca
suyo, así, escotada y haciéndose la desprevenida, con ganas de dejarse
intervenir interiormente por la intensidad amorosa del hombre, a la sazón no
muy consciente de las funciones de sus orificios y sus salientes.
Además, por añadidura, él no quiere causar la impresión de ser un
papanatas hecho y derecho y con su actitud más bien consigue parecerse a un
animal insaciable que, a pesar de estar conectado mediante cables de distinto
espesor a diversos aparatos, en su vuelo onírico no deja títere con cabeza,
como se suele decir a título de humorada durante algunas funciones no aptas
para chiquilines.
Algunos pacientes depositados como resacas en los camastros vecinos, tal
vez por seguir los preceptos de alguna estrategia escondida en los pijamas, duermen
como troncos, mientras otros pernoctan a la expectativa, atentos a que no se
les pase la hora de tomar el laxante o el diurético. Entonces, en medio de una ovación
hace su entrada triunfal, con el acompañamiento de la pompa correspondiente a
su estatus, un bello ejército de enfermeras dispuestas a las transfusiones y
las diálisis, pero no a la limpieza y posterior puesta a punto de los cuerpos
sometidos a los diferentes vejámenes derivados de la mufa y la falta de salud.
Buen provecho, murmura el hombre en tren de farra, con un hilo de voz
que bien pronto mete violín en bolsa y termina de deshilacharse, todo su ser
atosigado por una pesadez en crecimiento, por completo incapaz de desplazarse
por sus propios miedos, todos ellos arremolinados en el centro de la cabeza,
que luce los pelos revueltos y cada vez más grasosos.
Ahí nomás se le presenta una disyuntiva con dilataciones.
Podría haber elegido irse como cualquier tarambana con la música a otra
parte y el sueño hubiera continuado siendo un berenjenal sin su participación.
Pero no. Él no es un chanta y ningún pipiolo le va a echar el fardo así
nomás.
Da rienda suelta a su deseo más apremiante y se rasca con entusiasmo la
pelvis.
¿Peor el remedio que la enfermedad?
Sí, Dios, claro que sí, oh, Dios tan omnipresente a veces, casi siempre
sordo de nacimiento o con tapones en los oídos, que a lo mejor por deporte le
das pan y peces a los que no tienen ni nunca tendrán hambre, si logro salir de
este cuchitril repleto de bacterias dándose un banquete te prometo no jorobar
más a nadie, ni siquiera a los dentistas de alma, grita el hombre en un instante
de éxtasis, dándole forma a una especie de oración tipo mejunje, que bien podía
llegar a servirle en el supuesto caso de advertirse ante la inminente imposibilidad
de salir vivo de allí adentro.
¿Y de qué se trata en concreto el allí recién mencionado, donde nadie
parece estar en condiciones de cortar el bacalao?
Una para nada suntuosa sala de estar, donde la solidaridad brilla por su
ausencia y donde, para colmo de males, con un solo televisor se pretende
entretener a la totalidad de los alojados, seres humanos con el pescado todavía
sin vender, en su mayoría oriundos de los lugares más exóticos, prestos a
tomarse el olivo de un momento a otro, uno más enfermo que el de al lado aunque
todos, por esas cuestiones de la vida en comunidad, emperrados en sostener
discusiones bizantinas que los conducen a callejones sin salida visible al
exterior, y todos con ganas de emigrar de allí a más tardar a la mañana
siguiente, con una mínima posterioridad al desayuno.
En el sueño tan multiforme del hombre, en el que el resto de los habitantes
de la sala no han tenido participación decisiva, tal vez porque no entienden
una pepa, todo lo que ocurre o aparenta ocurrir se advierte a punto de teñirse
de sexo color rojo intenso, en lo que sería una actividad de meta y ponga, con las
virtudes y defectos del desenfreno achacado a la masculinidad en general.
De repente, dentro del balurdo en plena efervescencia, se produce lo no
tan inesperado. El sueño, como si hubiera sido descubierto con las manos en la
masa, se complica.
El hombre entiende que salir del quilombo le va a costar un huevo y la
mitad del otro.
En otras palabras, el panorama se despelota por completo, se torna abiertamente
subversivo.
En otras muy distintas palabras, el sueño, ya de por sí tan abigarrado y
sujeto a variaciones impensadas o fuera de cualquier cálculo estimativo, lejos
de convertirse en un cascajo con el agua llegándole al cuello, aumenta en
intensidad, en espesura y en participantes. En efecto. Entran a tallar, sin que
nadie atine a frenarlos en seco, una manga de seres en su gran mayoría reconocibles
como ignotos, miembros de una secta desconocida, personajes a granel que intentan
enroscarle la víbora y con ese fin cometen tropelías sin dar muestras de
arrepentimiento.
En medio de la baraúnda y de la desfachatez sexual, los manotazos de
ahogado y los suspiros de las vírgenes, así como los insultos dirigidos al
soñador, no son moco de pavo, más bien comienzan a ser moneda corriente, una
patología común de la que todos, avinagrados o dicharacheros, de una forma u
otra, montando o siendo montados, tratan de sacar partido a través de un
metejón diferente.
Los amantes, que entre pitos y flautas son unos cuantos, se amanceban
sin recetas, felices como gatos con dos colas utilizan la totalidad del
cotillón disponible con fines de desintoxicación inmediata, nada de placer en
grageas. Le dan a la matraca sin miramientos. Minga de paños tibios. En algunos
casos pierden la chaveta mientras juegan a dos puntas y, estimulados por el
sonido de los instrumentos no del todo bien esterilizados, se fagocitan con
devoción y transpiran como practicantes de una religión puesta en bolas y sin
un altar para los sacrificios.
Nadie en su sano juicio se siente allí, en pleno happening, rodeado de
medicamentos de dudosa actualidad, un gurrumín de cuarta o una percanta sin porvenir.
Ojo por ojo y diente por diente, esa es la ley, más allá de alguna
prótesis.
Un labio partido por un castañazo desprendido entre tanto flirteo.
Alguna que otra oreja limpia de polvo y paja.
–A la marosca, esto es vida y no la vigilia de los ojos abiertos –dice medio
a los tumbos uno de los tantos participantes en el entrevero.
Enseguida se corre la bolilla y la parranda se pone linda en serio.
Más que linda, encrespada hasta el caracú.
Jarana y compañía. Zafarrancho de combate a pleno.
Juramentos de fidelidad eterna bastante falopas, que duran lo que un
soplo al corazón.
Crujidos por doquier, con el consiguiente enchastre.
¿La felicidad de pertenecer al jet set del centro de salud?
Las palabras esgrimidas son también un caso de escopeta, andan de
garufa, florecen como ramilletes y, díscolas como son, procuran que lo soez no
quite lo participativo. Cada nueva falsa promesa de mejoría, después de ser
analizada en un microscopio bastante trucho, amplía los horizontes en los que
la mentira reina mientras el tufillo a sexo expande sus límites y las bocazas
procuran salir de su asombro y entrar en un semejante.
Si alguien ofrece resistencia se queda con la sangre en el ojo. Es
convidado con un elixir y enseguida retira la oferta y se reintegra o se suma a
la pelotera.
El salvajismo de los participantes y sus respectivas parejas, con los
virus y las bacterias también haciéndose un picnic, parece transcurrir su etapa
de gloria.
Nadie que quiera perpetuarse en el candelero se toma la cuestión para el
churrete.
Se producen, eso sí, algunas bajas.
–Acá la cultura se fue de golpe y porrazo bien a la mierda. Tantos
siglos de civilización y estamos como el primer día a primera hora, cuando
todavía no presentíamos que el asunto nos saldría al revés del pepino
–reflexiona en medio del caos el hombre, víctima y victimario.
Cada revolcón incita al siguiente, y el siguiente se concreta con
remembranzas del anterior, que permanece en el recuerdo como una huevada más.
Da gusto y placer caer en la volteada, sentirse llevado en vilo por los
distintos avatares de un erotismo ligero de cascos, que en su punto más
deslumbrante sume al hombre en estupores y agradecimientos varios, gratitudes y
reiteraciones sucediéndose en una vorágine que él ni había imaginado al
acostarse, al fin de la jornada que ahora se le antoja lejana en el tiempo y en
el espacio, espacio que en esos momentos de pachanga resulta ocupado por la
velocidad de las cosas oliendo a sexo en alza, o más bien a sus residuos, a lo
que queda de los órganos intervinientes cuando el affaire termina y hay que
encontrar las palabras que sostengan y justifiquen los actos y las palabras se
escabullen por los entresijos y se resisten a ser pronunciadas.
Contra lo que al parecer opina la chusma, para él no es tiempo de conjeturas,
sino de acciones para destapar la olla, así, aunque sea a los ponchazos.
Y no piensa levantar la perdiz ni dejar ningún cable suelto por ahí.
–Qué tanta milonga –dice sin apelar a esos eufemismos de moda que tanto
le disgustan.
–¿Acaso no sabemos los de nuestra calaña que de noche todos los gatos
son pardos, o no admitimos pertenecer al mismo cambalache y al mismo tugurio?
–se pregunta.
Al no captar una respuesta a cappella, descartada la posibilidad de recibir
un trasplante de órganos, incompetente para proponer un trabalenguas a modo de
entretenimiento oral, pone su mejor cara de estar viviendo en medio de una
anécdota que algún día le contará a sus nietos, si sobrevive.
Además, antes que dedicarse al estudio de una radiografía en argot
médico, hubiera querido hablar hasta por los codos y contestar él mismo esa
pregunta acerca de los gatos, pero no desea empiojar el asunto y la vorágine
apremia, así que bate los récords habidos y por haber, quema etapas, y hay
mucho alcohol por ahí, en distintos envases, algunos abiertos y otros no, según
constata de apuro mientras el esplín se le sube a la cabeza, que le da una y
mil vueltas.
Así, pasándole raspando a unos camilleros de pelo en pecho que
pretendían intervenir en el complot en su contra, sin salirse de entre las sábanas
ni para espiar qué pasa en su entorno más inmediato, enredado en un match de
morondanga, donde la almohada oficia de partenaire y no de as de espadas, el
hombre, con tal de mostrarse emputecido y salvaje, lejos de quedarse en el
molde, se sacude la modorra y da rienda suelta a sus instintos.
A los más bajos y precarios y demasiado postergados, eso queda fuera de cualquier
discusión, muchísimo más claro que la desesperación de los aquí reunidos a cobijarse
unos a otros, se dice en un intento de sordidez sin atisbo de remordimiento.
Tampoco iba a ser tan gil como para confundir gordura con hinchazón y
así desperdiciar la oportunidad que la noche le propone a modo de yapa.
El hombre se adueña de cada uno de los elementos que van surgiendo en el
pozo donde ha caído y al que no desea abandonar por nada del mundo. No lo haría
ni siquiera ante la amenaza con pelos y señales de una intervención quirúrgica,
también conocida entre los pacientes como “la operación”, así, sin otros
aditamentos del tipo anestesia o similares.
Ya en medio del baile y el chichoneo, al notar que ninguno de sus
visitantes nocturnos se deschava y ofrece resistencia, se despereza sin éxito
pero con un gran desprecio por lo antiséptico en general, con una cólera
acumulada durante tantos años que ya no sabe dónde guardarla.
Y aunque en algún momento haya pensado en hacerse la América, no la
guarda más.
–Ya basta de juntar bronca y bilis por si las moscas –dice o sueña que dice
con un acento medio campechano, revolcándose de aquí para allá, como si
estuviera en un rancho de su propiedad.
Una de las primeras víctimas resulta ser la mujer en escabeche, a la que
conoce de vista por haber participado en una manganeta de un sueño anterior que,
merced a un corte de mangas, le doró la píldora una friolera de veces y le dejó
instalada una cierta acidez en el estómago.
La ahora pobre mujer, al encontrarse indefensa como un antibiótico
vencido con amplitud, sufre los lamidos del hombre, que enseguida se congratula
de tan exquisito manjar, un prodigio de diseño y preparación, resultado de su
propia inventiva, según admite con alguna dosis de jactancia al segundo o
tercer bocado, al que no demora en concederle el siguiente.
En este tramo del sueño se producen distintas señales de alarma más
conocidas que la ruda. Por fortuna se detienen a tiempo, no pasan a mayores y
la acción continúa mostrándose en buen estado físico, en medio de acusaciones y
desmentidas cruzándose sin ninguna prudencia.
Otra victoria soñada el hombre la obtiene contra la morena de los mil
vestidos, a los que tiene la oportunidad de despojar uno por uno, duro y
parejo, con una higiene y una sabiduría que él ignoraba poseer, mientras el
deseo crece hasta una frontera nunca antes alcanzada.
–A la pipeta –exclama.
Por algún motivo que se le escapa, teme que en el sueño uno o varios charlatanes
le hablen en una jerga inentendible y pretendan venderle fruta o darle manija
con la enfermedad.
No obstante, tal vez como medida de profilaxis, la consagración nocturna
le llega en brazos de una morocha a punto de caramelo, con los labios pintados
de un saludable color rojo punzó.
–El papel higiénico de marca que este chabón necesitaba para limpiarse
los sedimentos –dice alguien del elenco de personajes invitados a presenciar la
escena.
El hallazgo de la morocha de marras, concretado sin intermediarios, se
corporiza en las medidas anatómicas por demás elocuentes de una bataclana de
renombre en los arrabales, hipocondríaca empedernida que, por obra y gracia de
los avatares del sueño haciendo capote en su cabeza, se convierte en la
estrella de la noche, una verdadera princesa que termina de consagrarse como
tal al renovarle sin novedad el suministro de suero.
Así nomás sucede. Con alguna que otra tergiversación cero kilómetro.
En todo caso, la mujerona resulta bienvenida sin pagar derecho de piso, cuando
ya parecía que los relojes se irían a rendir ante tanta alcahuetería frente a
los vaivenes del tiempo.
El hombre abre los ojos y cree estar viviendo de chiripa, al filo del
otoño del año verde.
La enfermera real se encarga de terminar de despertarlo y de hacerle
saber que aún no sonó como arpa vieja, que su convalecencia terminó y que le llega
de arriba, sin mayor burocracia, el alta médica, y con el alta el momento para
nada engorroso de emprender la retirada del nosocomio.
Sí, nosocomio, dijo nosocomio la morochaza, bien criolla y bien porteña,
un portento para los internados dispuestos a aprovechar la volada antes de
espichar.
Y a él, como buen croto a la gurda, lo único que se le ocurre es
bostezar.
A pesar de algún que otro esfuerzo aislado, no se le frunce el siete.
Un clima de resignación se instala por sobre el hedor de las chatas y
los papagayos.
El hombre, sin pretender minimizar la situación, que pinta para
monstruosa sin grupo, tal vez en la creencia de que ya se encuentra en la
comodidad de su dormitorio de antes, estira el brazo hasta alcanzar la perilla
de la luz, que al ser accionada hace estallar la realidad en mil pedazos y
consigue eliminar el recuerdo de su enfermedad, que casi lo conduce a la quinta
del ñato, y entonces así, entregándose a las mieles del regocijo, el buen
paciente no pierde el tiempo en pruebas de laboratorio ni en otras paparruchadas
por el estilo, para qué gastar pólvora en chimangos, se dice entre dos
respingos, dispuesto a no pagar la consumición del tiempo transcurrido.
Poco después, parado en una esquina, resignado a su suerte maula, sintiéndose
un renovado cero a la izquierda a punto de quedar tecleando, curado de espanto después
de mucho tiempo, aspira el aire viciado de smog lo más hondo posible, comienza
a dejar atrás su pasado de recién caído del catre y, sin irse en aprontes,
encara una vereda que quién sabe a dónde lo llevará.